Yo fui testigo

En la década de los 50 mis padres le compraron a un familiar de Gerardo Arévalo una casa en la calle José Antonio, 26 (hoy calle Andalucía). En ella vivían los hermanos Rafalita y Gabriel Herrador Moreno -“Chacarrá” éste último para entendernos-, solteros ambos en ese momento; otra hermana era Angelita que tenía un pequeño comercio en la calle San Sebastián enfrente de la taberna de Sixto. Acababan por entonces de hacerse las “casas baratas” de la carretera de la estación, donde estaba previsto se trasladasen Rafalita y Gabriel por habérseles concedido una.
Estos hechos no tendrían ninguna importancia en sí mismos, pero dos de los personajes serán protagonistas de la historia que les voy a relatar.

Por entonces era cura párroco en Espiel Don Antonio Alacid Caballero, persona buena donde las haya y querida por todos. Igual se relacionaba con Don Mariano “el del Castillo” que se le veía charlando en la zapatería de Leocadio.
Don Antonio, que era muy aficionado a la caza, salió un día con “Chacarrá” y parece ser que se puso enfermo en el campo; se dijo que Don Antonio se apoyó con su brazo sobre el hombro de su amigo, que le ayudó a llegar andando hasta el pueblo.
Lo que yo sí sé es que a los niños se nos decía que no jugásemos ni gritásemos en la cuesta de la iglesia, donde vivía, para no molestarlo, porque estaba muy malo. Y Don Antonio se murió. Corría el año 1956.

Pasó un tiempo y comenzó a extenderse por el pueblo la noticia de que “la mano de Don Antonio se había aparecido en la chaqueta de Chacarrá”. Era la chaqueta que él llevaba puesta cuando el cura se puso enfermo, y sobre la cual apoyó su brazo en la ayuda que le prestó.
Los niños lo oíamos pero yo por lo menos no me atreví a hacer preguntas o averiguaciones. Era algo trascendente a la vez que misterioso. La imaginación infantil corría y hacía todo tipo de interpretaciones que comentábamos entre nosotros.
Transcurridos varios meses o quizás un año y yendo en compañía de Joaquín Madrid, pasamos ambos por la puerta de la casa de Rafalita, ya en su casa nueva de la carretera. Ella estaba asomada a la puerta. Y a Joaquín, sin duda mucho más atrevido que yo, no se le ocurrió decirle otra cosa que:

“Rafalita, ¿por qué no nos enseñas la chaqueta de la mano de Don Antonio?”
a lo que ella seguidamente y sin dudar respondió:
“Pasad pa dentro”, a la vez que se daba la vuelta y se introducía en su casa.

Nosotros entramos y le seguimos. Estaba sola en su casa (Gabriel, que era minero, o estaría en la mina o durmiendo si habría tenido turno de noche). Llegó hasta un baúl situado junto a la pared de la derecha, lo abrió y comenzó a sacar prendas. En el fondo del mismo había una chaqueta (se decía entonces chambra) de algodón totalmente arrugada de color gris oscuro, casi marengo, que extendió sobre la mesa estufa. Cogió un vaso de agua y tomó un sorbo. A continuación sopló con fuerza en dirección a la chaqueta, saliendo de su boca una nube de minúsculas gotas de agua (esta operación se realizaba antes de planchar y sustituía a lo que hoy es la plancha de vapor).
Instantáneamente apareció sobre la chaqueta una mano abierta. O mejor dicho, la sombra de una mano abierta. Era una mano derecha grande en la que se apreciaba incluso el puente de la primera falange del dedo pulgar.
Era como la huella que podamos dejar con la mano mojada sobre la pared o sobre una tela. Mi corazón subió de latidos y me imagino que el de Joaquín no se quedaría atrás.
Yo estuve algún tiempo sin pasar por la puerta de la casa de Rafalita. Y con el tiempo también en el pueblo fue dejándose de hablar de ello.

El verano pasado conversé con José Félix en una visita que nos hizo a la Huerta, y resulta que no tenía ningún conocimiento de esta historia de nuestro pueblo, quedando muy intrigado.
Y recientemente coincidí en casa de Olimpia con María, la sobrina de Don Antonio, con la que lo volví a comentar. Ella me dijo que a ellos no se les mostró la chaqueta. Reflexionando sobre las dos circunstancias llegué a la conclusión por una parte de que no éramos muchos los que fuimos testigos de este hecho singular, y de otra, de que se encontraba prácticamente en el olvido, razones que me han movido a escribir estas líneas.

Siempre que comento este hecho tan extraordinario a algún conocido o amigo, al final siempre se me hace la misma pregunta:
“Y qué fue de la chaqueta?”
Esta pregunta me recuerda siempre la que se hace en el maravilloso cuento “Maese Pérez el organista” del andaluz Bécquer: “¿Y que pasó con el órgano?”. No sé la respuesta pero posiblemente sea la misma que la del cuento.

Publicado en la revista de El Barrero en abril de 2003

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